martes, 2 de diciembre de 2008

SOBRE HISTORIA, MEMORIA Y OTRAS YERBAS, por Luis Mattini

No creo recordar en mi, ya larga vida política, un momento como éste en que las palabras historia y memoria hayan sido más repetidas, casi manoseadas y a la vez tanto un significado como otro, más ignorado, o al menos tergiversado.

Por ahí oí que uno de los grandes poetas argentinos, Gelman creo, propone un Congreso de la Memoria o algo por el estilo. Otras noticias hablan de una lectura jurídica de la memoria o de la historia. Algo de eso hace ese Señor Juez español, a quien no se le puede quitar ninguno de sus méritos cuando juzgó a Pinochet, pero que ahora quiere hacer un juicio al Golpe de Estado de Franco que desencadenó la Guerra Civil Española.


Cabe preguntarse si los “juicios” de la historia pueden ser jurídicos, valga la redundancia. También se podría afirmar que la historia es “eterna” por así decir, ya que no conocemos su comienzo y menos aún cómo fue; en cambio el Derecho, al menos ese que conocemos, tuvo un inicio y, según la creencia que compartimos los comunistas hormonales, desaparecerá cuando se extinga la propiedad privada y el Estado.

Tampoco parece adecuado juzgar a la historia con el Código Penal vigente. En este sentido es posible observar que Nuremberg, más allá de sus tremendas limitaciones, a diferencia de lo ocurrido en España, Argentina, Chile y otros países, podría decirse que juzgó y legisló al mismo tiempo. O sea los miembros del tribunal fueron jueces y parte. Una aberración jurídica desde el punto de vista del Derecho. Pero claro, el tribunal se encontró ante un hecho en apariencia inédito. A diferencia de los crímenes coloniales realizados por holandeses, ingleses, franceses españoles, portugueses, italianos, en Africa, Asia o América, contra pueblos no europeos considerados incivilizados, bárbaros o salvajes, la bota nazi se había atrevido a intentar aplastar a la civilizada raza blanca europea. Esa fue la peculiaridad de Nuremberg, juzgó a la raza blanca alemana por crímenes de guerra desde ángulos que excedieron lo experimentado jurídicamente hasta ese momento, por ejemplo, tratar el racismo como crimen. Y, en efecto, el racismo sólo fue considerado crimen cuando se volvió contra los blancos. Por eso la limitación principal de Nuremberg fue que juzgó sólo a alemanes y algún aliado de los nazis. El resto de los racistas europeos quedaron impunes. Al menos semejante tribunal debería haber sentado lo que se llama jurisprudencia, pero no fue así, porque que yo sepa, no ocurrió lo mismo con los posteriores crímenes franceses en Argelia o los crímenes estadounidenses en Hiroshima, Nagasaki , Vietnam o Irán, sin olvidar los crímenes soviéticos en Polonia y otros.


Convengamos entonces que es ridículo pretender revisar los procesos históricos y políticos con el Código Penal de cada país. Si así lo hiciéramos nos llevaríamos más de una sorpresa. Baste recordar que al libertario judío Jesús, lo juzgó la “burguesía nacional” judía, con su propio código, por subversivo y el Imperio sólo se “lavó las manos”. Es posible razonar entonces que Jesús sintió que para derrotar al imperio Romano había que empezar por subvertir su propio pueblo. Así el cristianismo es el resultado de una formidable subversión del judaísmo. Ya veremos como esta parábola se repite en forma microscópica, claro, en la Argentina de los setenta.

Para ello conviene, dejar de lado el Derecho y hablar de historia y de memoria porque esa palabra está de moda. Tengo para mí que a los argentinos nos pasa algo extraño con ese asunto de la memoria. Porque comprendo y apruebo la importancia de la memoria del genocidio judío, perpetrado por los nazis, ya condenados por suerte mucho más allá del Derecho Penal. El pueblo judío ha conservado la memoria de su victimización como pueblo, como etnia, como cultura, como lengua, religión. Hicieras lo que hicieras o no hicieras, desde recién nacido hasta anciano, serías víctima porque eras judío. Ese extremo irracionalismo es con toda precisión genocidio, porque el “crimen penado” es pertenecer a un pueblo.


Pero en la Argentina no fue así.

En la Argentina no eras víctima porque fueras argentino, católico, judío o musulmán. Ni siquiera eras demasiado víctima por ser “comunista”. Recuérdese que el Partido Comunista no fue ilegalizado durante la dictadura. Sus dirigentes no fueron detenidos ni exiliados. Los militantes del partido comunista desaparecidos son muy pocos y en todos los casos porque eran muy activos en la lucha social o porque se solidarizaron con revolucionarios.

Por eso es que, en nuestro caso, la palabra genocidio sólo puede ser usada como metáfora, en el sentido de perseguir a un grupo humano por sus “creencias”; y tiene más connotación histórica, referente al exterminio de los aborígenes que a la lucha de los setentas.

Ni siquiera fuimos víctimas de un enemigo externo. Recuerdo que ese gran compañero de mis tiempos de Praxis, abogado, Aldo Comoto me comentó un día: “En Argentina la burguesía es una clase que asesina a sus propios hijos”. Elocuente como siempre Aldo, en esa oportunidad dijo algo fuerte. Parecería más apropiado hablar entonces de filicidio.

También es posible observar que la clase ilustrada de nuestro país, tan apresurada para recoger palabras difíciles, sobre todo tan proclive al signo lingüístico anglo sajón, no adoptó esta precisa palabra heredada del latín, “filicidio” que se corresponde sin duda mucho más que las otras injertadas de los discursos en el ámbito internacional. En Argentina hubo, si señores, un filicidio. Además el filicidio y el parricidio simbólico es corriente en este país. Baste con leer la novela de Sigal, “El día que maté a mi padre”


Tratemos entonces de ver cómo podría ser nuestra “memoria”.

Pienso que no se puede hablar de memoria, y con este tipo de fragilidades, si no vemos la historia.

Claro, se puede decir que en la Argentina lo que sobra es historia, mejor dicho historiadores…sobre todo cultores del llamado “revisionismo” (Esos feriantes de textos sobre historia que saludan alborozados cuando alguien arroja bombitas de bleque o de pintura a los bustos de Sarmiento, Mitre o Roca. Parecen creer que revisionismo histórico y revolucionarios históricos son sinónimos) Pésimos discípulos de Hugo Wast, —seudónimo de Gustavo Martínez Zuviría aquel escritor revisionista enfermo de antisemitismo quien, eso sí, amaba paternalmente a los indígenas, a los “mansos” claro—, no caen en cuenta que mientras ellos ponen toda la energía en empujar para voltear el monumento al General Roca aquí, en Buenos Aires, los aborígenes vivos, reales, actuales, no "históricos", sufren el genocidio en este momento, a manos de los sojeros o de algunos gobernadores de provincias. Por eso hay cierta verdad en eso de que sobran historiadores, pero estamos hablando de hechos que son contemporáneos, y usamos provisoriamente la palabra historia, solo por comodidad. Además, si nos proponemos hablar en serio, contamos también con magníficos historiadores que hacen escuela y en un futuro se ocuparán con calidad profesional de estos hechos.


Lo que quiero significar ahora es que los hechos son tan contemporáneos que todavía hay cientos de protagonistas a los que deberíamos escuchar, como escuchamos esa cantinela de los pasivos testigos de la época, que están de moda impulsados por los adulones interesados de siempre, y ahora directamente pagados por el gobierno, y que se van apropiado de esa historia. Porque claro, pareciera que el hecho de no haber cometido errores, les da derecho a aceptar que bauticen con sus nombres ciertas instituciones “populares” y al monopolio de la palabra. Y no sé si es necesario aclarar que no cometieron errores porque actuaron siempre desde el balcón.


Como yo soy uno de esos protagonistas, y a pesar de que como tal cometí muchos errores, o por eso mismo, voy a tirar la primera piedra. Pero insisto, hay varios miles de protagonistas que pueden tirar andanadas de piedras. Veamos entonces:

Le guste o no le guste a más de uno, sobre todo a los que llegaron tarde, en la Argentina de los sesenta-setenta hubo un movimiento revolucionario. Y lo digo con todas las letras, r-e-v-o-l-u-c-i-o-n-a-r-i-o. Pero aclaremos: no lo fue por sus doctrinas, que eran diversas y las más de la veces difusas, sino porque su mayor virtud fue la decisión del hacer, no de “mandar a hacer” o “pedir que se haga”, no de vivir con petitorios, no de reclamar a otros, no de pedigüeñar al Estado, sino del hacer, de tomar en manos propias los asuntos políticos y sociales y, claro, también de intentar tomar el poder con sus manos porque lo creíamos necesario. Todo eso conforma lo revolucionario, hechos, no programas en el papel ni ideologías borrachas de palabras. Hechos, los “setentas” fueron hechos. Podemos admitir que esos hechos a veces intentaban ser explicados con largos discursos, para que la trascendencia de la oralidad justificara la inmanencia del accionar. Pero no dejaban de ser hechos.

A ellos, a esos que no realizaban una marcha todos los días, financiada con recursos estatales, para pedirle al Estado que haga tal cosa, sino que se organizaban para hacer, con recursos financieros propios (legales o “ilegales” porque nunca se creyeron en el “estado de derecho”); a ellos, que no confundían el Estado con el socialismo, a ellos que no marchaban con banderitas con imágenes del Che como si fueran a catecismo, para colmo “nacional o popular”, sino que llevaban la bandera con la estrella roja de cinco puntas, cada una uno de los cinco continentes, simbolizando la desaparición de las naciones, el Estado y los caudillos de derecha o izquierda; a ellos que imaginaban en cientos de detalles como sería el soñado socialismo, desde como serian las viviendas, la forma de reunirse a comer, de vestirse, trabajar, y de la inconmensurable libertad para el arte, las formas del amor, en fin, a ellos, que hicieron de la militancia una forma de vida, una manera de vivir existencialista que ya contenía embrionariamente el comunismo; a ellos que la sufrían y la gozaban; no a los testigos que la miraban de afuera cuidando no ser salpicados, a ellos, digo, a los protagonistas sobrevivientes, se les puede preguntar por qué creen que fueron reprimidos de esa forma atroz con la institucionalización de la desaparición forzada de miles de activistas.


También a ellos se les podría preguntar cómo sienten este tratamiento jurídico y explicaciones de irracional institucionalidad a tamaña represión a esa enorme riqueza de sueños y proyectos políticos sociales.

Porque, en efecto, uno de ellos, de los protagonistas, el escritor Caparrós, afirmó hace poco que banalizar los hechos, –yo agrego demonizar a los actores–, de modo tal que decir que una banda de demonios uniformados reprimieron con bestialidad, secuestraron y desparecieron a grupos de chicas y muchachos, vírgenes e inocentes, que sólo pedían ciertas mejoras económicas o sociales, ignorando sus proyectos de sociedad, es hacerlos desaparecer de nuevo.

Entonces no es ocioso preguntarse de qué “memoria” se habla. Quizás se trata de conservar la memoria de las desapariciones. En tal caso sería como encerrar la vida de esas personas bajo la categoría de “desaparecidos”. No puedo evitar pensar en mi hermano Rodolfo, además de compañero, militante del PRT, combatiente del ERP, sindicalista, de tan chispeante humor y plenitud de vida, que cuando veía una gran obra privada, un gran hotel por ejemplo, digo, esas construcciones de lujo para usos superfluos que hoy admiran los yuppies en Puerto Madero, él decía, “Fa!! Que lindo, qué maravilla!!! Cómo van a llorar cuando se lo expropiemos para hacer un hospital de niños”. Pienso que ponerlo en la memoria como “desaparecido” es negarle esa potencia creadora. Como dice Caparrós, es desaparecerlo definitivamente. Así planteada la memoria es, en el fondo admitir la derrota más absoluta. Sería memoria de la derrota. (La única virtud de la derrota es que es la madre de la victoria) pero entonces no es cuestión de memoria sino de recordar hechos con motivos pedagógicos, es decir para aprender de los mismos.


No, la memoria no puede ser una lista de nombres con la categoría de “desaparecidos” palabra que pareciera reemplazar al ataúd. La memoria sobre hechos que ya están siendo historia, no es ni esa lista macabra, ni los textos de programas ni los bla, bla de la época: La memoria no puede ser la trascendencia de esas listas, esos programas, esas ampulosas declaraciones, esas teorías, esas doctrinas, cada una válida o no, según época y sólo atendibles, recopilables, rescatables para análisis racionales y estudios específicos. No, no, de ninguna manera, la memoria deberá recopilar el recuerdo vivo de cada uno de ellos en la inmanencia de sus actos, en su “hacer”, en sus pasiones, en sus “locuras”, en sus sueños imposibles. Porque esa es su herencia viva, no “desaparecida”, porque lo fundamental de esa época, insisto, fue la inmanencia, la acción, el hacer. Y convengamos que “el hacer” es la carencia mayor de nuestros días.


Precisemos señores: el Terrorismo de Estado fue incalificablemente nefasto y el método de la desaparición de personas espantosamente criminal. Pero no fue “irracional”, logró al menos parte de un propósito inesperado de lo pensado racionalmente, y sin embargo eficaz como objetivo reaccionario. Logró que durante décadas posteriores a la dictadura, incluso con gobiernos diversos, todo “programa”, toda acción “revolucionaria”, qué va!, incluso “reformista”, estuviera atravesada por los “desaparecidos”, por explicar perseguir y buscar “justicia” con los desaparecedores, sea ésta la cárcel o el paredón. Pero no por la decisión de hacer justicia, sino de “pedir” justicia, Así se consagró un tipo de activismo caracterizado por haber reemplazado “el hacer” por el pedir. O sea, esa “izquierda” o ese “progresismo” centró la actividad política, los programas y las acciones, no en continuar, incluso renovar, recrear, la obra de los desaparecidos, sino en su “culto”. No se dedicó tanto a pelear la justicia social como habían hecho ellos, sino a pedir justicia con el destino de ellos.

Y en esa notable deformación de objetivos, es impresionante como este activismo aprendió la regla de oro de la democracia preñada de sindicalismo: (los viejos recordarán la expresión traída de la experiencia de la clase obrera inglesa: tradeunionismo): ejercer el derecho al reclamo, a la petición, a ser “escuchados”. El método de lucha política excluyente es hoy el electoral y su complemento, el método de lucha social casi excluyente es la marcha tradicionalmente tradeunionista, la gran fanfarria, matizado con el corte de calles. Esta fuerte combinación es tan funcional al sistema político actual que el Estado ha creado los instrumentos para incentivar o contrarrestar, según convenga en cada caso. Es notable como el gobierno, al apropiarse y declamar el sentido trascendente de la lucha de los setentas, el sueño de lo imposible, o sea lo épico, espectacular, inalcanzable incentivando e institucionalizando la memoria de los desaparecidos como tales, como desaparecidos y el “castigo” a los culpables, sólo a los uniformados, claro, sin incluir a los responsables civiles del Terrorismo de Estado, logró anular el recuerdo de la inmanencia, la presencia de aquel potente cotidiano, posible, alcanzable, concreto “hacer”, que fue el rasgo distintivo del guevarismo y la causa de fondo de la respuesta filicida y terrorista de las FF.AA. como instrumento de la clase dominante nacional en su conjunto. Qué “coincidencia”....el Imperio, como Poncio Pilatos hace dos mil y pico de años, se lavó las manos.

No hay comentarios: